“Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre.” Isaías 32:17
La paz que el mundo no da es la que nuestro Señor Jesucristo prometió a sus hijos. ¡Cuánto la anhelamos! Sin embargo está más cerca de lo que pensamos. Si existe algún terreno en el cual podemos implantar la justicia es en nuestro hogar. Allí, el terreno es nuestro, los jugadores son los que nosotros escogimos y las reglas las ponemos nosotros.
El principio que Dios estableció es: “la paz llega como resultado de la justicia”. Un padre de familia no puede poner las reglas de una ciudad, en la escuela tampoco, ni siquiera en el equipo de fulbol donde juega el hijo, pero en su propia casa, sí. Es allí donde los padres deberán desplegar toda su sapiencia. El consejo sagrado nos dice: “obedeced en el Señor a vuestros padres y no provoquéis a ira a vuestros hijos”. Tanto lo uno como lo otro son necesarios, aplicarlos trae equilibrio, sanidad y santidad a la familia. Las reglas preparan el ambiente para entender la funcionalidad de los principios. El hijo que desde temprano aprende a obedecer las reglas estará preparado para amar más tarde los principios.
Todo niño necesita reglas y todo joven debe tener claros los principios que como familia nos distinguen. En ese sentido Dios es nuestro modelo, él pone reglas y él nos da principios (Pr. 3:11, 12).
Debemos comprender el impacto positivo o negativo que vamos a causar en nuestros hijos. Al instruirlos no antepongamos el sentimiento a la razón, ni actuemos por rivalidad entre esposos, no actuemos con favoritismo por algún hijo, ni pensemos que el amor consecuenta ciertas conductas nocivas, despojémonos de la sobreprotección, etc. Muchos hogares anhelan paz pero se olvidan de la justicia en el trato familiar.
Todo en el hogar se constituye en un modelo, bueno o malo.